Meditación

Alas y raíces
en el centro
cuando me encuentro
dentro y fuera de mí.





Anteo en Manhattan

Capítulo del libro "Las vidas de la célula", del investigador médico Lewis Thomas. Escrito en la década del 70. Editorial Ultramar.


            Insectos otra vez.
            Los animales sociales reunidos en grupos se convierten en seres cualitativamente diferentes de cuando están aislados o en pares. La langosta es un animal quieto, meditativo, cuando está solo, pero si le agregamos otros de su espacio, se excitan, cambian de color, sufren unas revisiones endocrinas espectaculares e intensifican su actividad hasta que, cuando llegan al número suficiente, vibran como un poderoso avión y despegan.
            Watson, Nel y Hewitt han recogido numerosas termitas y las han mantenido en parejas y grupos. Las termitas agrupadas se vuelven crecientemente activas y amistosas, pero no se aparean ni ponen huevos, por el contrario, disminuyen la ingestión de agua, controlando su peso, y las mitocondrias de sus músculos voladores aumentan su actividad metabólica. Las termitas se tocan incesantemente entre sí con sus antenas, y este parece ser el mecanismo central. Lo que cuenta es el ser tocado y no el tocar. Una termita sin antenas puede tomar las características del grupo si es tocada lo suficiente por las demás.
            Las termitas mantenidas en parejas aisladas son otra cosa. Tan pronto como se las saca del grupo y acaba esa múltiple actividad de tocarse se vuelven agresivas, retraídas, toman agua compulsivamente y no se tocan una a otra. Algunas veces se muerden las antenas entre ellas para eliminar la tentación de tocarse. Irritablemente se disponen a intentar hacer lo mejor posible dentro de la mala situación y hacen preparativos para poner huevos y criar la prole. Entre tanto, las mitocondrias de sus músculos voladores se aquietan.
            Los animales más intensamente sociales pueden vivir sólo en grupos. Las abejas y hormigas aisladas no tienen otra opción que morir. Realmente no existe un ser que sea un individuo solitario, no tendría más vida propia que una célula desprendida de nuestra piel.
            Las hormigas parecen más parte de un animal que entidades separadas. Son como células móviles que circulan entre un denso tejido conectivo formado por las demás hormigas sostenido por una matriz de ramitas. Los circuitos están tan íntimamente entrelazados que el hormiguero llena todos los requisitos esenciales de un organismo.
            Sería maravilloso entender cómo funciona el sistema de comunicaciones del hormiguero. De alguna forma, tocándose continuamente, intercambiar, como si fuera dinero, una sustancia blanca que llevan en las mandíbulas y así informan a toda la empresa sobre el estado del mundo, la situación de la comida, la proximidad del enemigo, los requerimientos de manutención del hormiguero y hasta la dirección del sol. Se dice que los montañeros de los Alpes usan la conformación elongada de los hormigueros como una señal que indica el Sur. El hormiguero, a su vez, responde administrando y sincronizando los movimientos de sus partes, limpiando y ventilando el nido de forma que pueda durar cuarenta años, trayendo la comida con sus largos tentáculos móviles, criando las proles, cogiendo esclavos, cultivando las cosechas y, de vez en cuando, enviando una colonia a comenzar en la vencindad, como si procreara.
            Los insectos sociales, especialmente las hormigas, han sido la fuente de toda clase de parábolas, dando ejemplo de laboriosidad, interdependencia, altruismo, humildad, frugalidad y paciencia. Se las ha empleado para instruirnos en toda la gama de nuestras virtudes institucionales, desde la Casa Blanca hasta el Banco del barrio.
            Y ahora, por fin, se han convertido en una forma de arte. Una galería de Nueva York exhibió una colección de dos millones de hormigas guerreras, prestadas por algún país centroamericano, en forma de un espectáculo titulado “Formas y Estructuras”. Se las mostraba en una gran caja cuadrada llena de arena y con paredes elásticas, para evitar que escaparan a Manhattan. El inventor del espectáculo cambiaba la colocación de la comida de acuerdo con su inspiración y sus gustos y las hormigas formaban largos cordones negros en forma de miembros que cruzaban la arena formando arabescos. En esta situación eran observadas con gran intensidad por multitudes de personas, protegidas contra el invierno, que rodeaban su habitáculo. Las hormigas, y los neoyorkinos, eran una abstracción, una escultura móvil, una pintura en acción, una ocurrencia, una parodia dependiente de la luz.
            Me puedo imaginar a la gente moviéndose a su alrededor, tocándose con los hombres y las manos, intercambiando información, asintiendo y sonriendo y siempre dispuestos, como están los neoyorquinos, a sacar en cuanto se les avise, sus mitocondrias cargadas y preparadas. Se mueven en líneas ordenadas alrededor de la caja, sin desperdiciar espacio y sin hacerse daño, mirando y luego dejando el lugar para otro observador. Vistos a distancia, agolpados alrededor de la caja con largas filas de hormigas, mirándose y murmurando continuamente, eran un espectáculo. Podrían haber llegado de otro planeta.
            Me apena no haber podido verlo personalmente. Cuando recibí la noticia por la televisión y el periódico sentí la inclinación de ir a Manhattan, y mientras me preparaba para viajar me enteré que todas las hormigas habían muerto.
            Esta forma de Arte se desintegró de golpe, como una de esas caras esfumadas de las pinturas del artista inglés Francis Bacon.
            No hubo explicación, salvo los rumores de que había corrientes de aire frío en la galería durante el fin de semana. El lunes por la mañana estaban perezosas, moviéndose con poca precisión, sin vitalidad. De repente empezaron a morir, primero un grupo y luego otro, y dentro de ese día murieron los dos millones. Fueron embolsadas en plásticos y dejadas en la vereda para que un camión recolector de residuos se las llevara.
            Es una parábola melancólica. Aunque no estoy seguro del significado, creo que tiene que ver con todo eses plástico y la lejanía de la tierra. Hay un largo trecho entre la selva centroamericana y una galería, especialmente en Manhattan que es una especie de isla sobre una plataforma de concreto, suspendida por una red de cables y cañon. Para mí, lo principal fue el plástico, la menos natural de las invenciones humanas. Me parece que no se puede suspender a las hormigas guerreras en una caja de plástico, lejos de la tierra. En un corto tiempo van a perder su vigor, quedarán sin energía, como si les faltara corriente.
            Uno pisa hormigas, una o varias, muchas veces al día sin darse cuenta, pero es imposible contemplar la muerte de una colonia tan grande, como eran esos dos millones, sin sentir algo de pena. Pensando en esto, nervioso, impresionado con la idea de Manhattan y la plataforma de plástico, dejé mi periódico para buscar un libro en mi biblioteca en el que sabía que iba a encontrar un párrafo que me devolvería la tranquilidad: “No es sorprendente que se hayan trazado tantas analogías entre los insectos sociales y las sociedades humanas. Fundamentalmente, sin embargo, estas son erróneas o sin sentido, ya que el comportamiento de los insectos es rígidamente fijo y determinado por mecanismos instructivos innatos; demuestran no tener discernimiento ni capacidad acumulada por muchas generaciones”.
            Es poco reconfortante leerse este tipo de cosas a uno mismo. Para mayor efecto debe ser leído en grupo, sincrónicamente.